Imaginen que ustedes nunca han podido disfrutar de una noche preparando una sesión de cine tranquilamente en su sofá, y encontrarse sin esperarlo, una película de aventuras donde se suceden escenas de suspense, humor, acción… y tú ahí, sin saber porqué, pero sueñas con parecerte a ese personaje.
Imaginen que otro día, dispuesto a repetir, pero con poca fe
en lograrlo, te vuelves a ver enredado en otra película con personajes
imposibles, con imágenes más imposibles aún y envuelto en una banda sonora que
te catapulta como una atracción de feria a un mundo inimaginable, que solo
puede tener sentido en los ojos de un niño.
Imaginen, que uno no pudiera haber disfrutado de lo mismo
que ha hecho felices a una parte del resto de los… ¡oh mortales! Porque él sabe que todo eso no es verdad. Él ha
visto el cartón piedra con andamiajes de madera que hay detrás, las cuerdas de
los títeres y los trucos de pantalla. ¿Se lo pueden imaginar? Pues eso le ha
ocurrido al gruñón de Harry.
Pero puede ser peor. Ahora pongámonos en sus zapatos. Imaginen
por un momento que usted tiene 78 años, y sabiendo que todo aquello era mentira
y que nunca te van a encantar con cuentos de hadas; recae sobre ti la responsabilidad de que se
vuelva a llevar, una quinta vez, todo aquello a cabo.
Y levantándote de buena mañana, tras tomarte un desayuno, te
vas caminando al baño y caes en la cuenta de que llevas a tus espaldas una
producción de 200 millones de dólares. Te miras al espejo y... ¿no te
preguntarías si hoy tienes el pulso como para afeitarte con cuchillas? Porque
eso es lo que nos está demostrando este tipo.
Los trolls, haters y demás viles seres de la galaxia, tras
sus amarillentas ventanas del cotilleo, saldrán con que este hombre ya está muy
mayor para volver a ser creíble en un papel como ese. Eso sí, sin tener ni idea
del guión, o ni siquiera haber leído una sola línea del argumento sobre lo que
nos puedan contar. Claro, ya no puede
ser creíble en un papel de héroe de aventuras, como no lo podría ser, a esa
edad, en un papel al frente del sillón presidencial.
Y es que tenemos que agradecerle su esfuerzo y su ejemplo
porque una película genere tal expectación y, vamos a decir, algo de
entusiasmo a tanta gente. Que un casi octogenario contador de historias de
Hollywood siga ahí, al pie del cañón de la media luna, oteando el horizonte
con dignidad; cuando muchos otros con la
mitad de años y de solvencia económica, languidecen por las redes sociales
avivando los rescoldos de lo que un día fueron.
Y no crean que es fácil. Para nada. Volvamos a aquel espejo.
Todos hemos pasado por ello.
Desde los ardores de estómago ante un examen, al nudo en la garganta
previo a una entrevista de trabajo. Aunque solo fuera esa sensación incómoda
por no ser el primero en llegar a una fiesta. Y te ves ahí, calándote un
fedora, ajustándo la hebilla del
cinturón y haciendo encaje de bolillos, no ya para que no te moleste un látigo
colgando de los pantalones, sino para hacerlo con dignidad.
No es un reconocimiento, no. Que a la edad en la que se
supone que uno debería dedicarse a otros menesteres de la vida, te mantengas
como Sísifo, y te plantes delante de una claqueta ante un buen puñado de
cámaras dispuestas a capturar ese gesto entre burlón y escéptico -como si la
reina de Inglaterra te estuviera pisando esa tarde un juanete-; es todo un
ejemplo de lo que este tipo nos está dando. Sabiendo que ese mismo gesto, algún
crítico aprovechará a estas alturas, para calibrar su ego y su discurso, restándote
mérito a las dotes como actor con medio siglo al frente de la industria.
Y en este momento nosotros, sí, tú y yo, tendríamos que acordarnos de lo que es tropezar por la calle, mirar si alguien te ha
visto y hacer como si nada. Ni tan siquiera sabemos cómo actuar cuando el
cuñado saca una foto en mitad de la sobremesa.
Es sencillo imaginarnos, agarrados al orejero del sillón, bajando desenfrenadamente en una vagoneta de mina. Es fácil cruzar el paso de peatones dando un salto de fe o
cambiar el fregadero de la cocina simulando que nos arrastramos debajo de un
Mercedes Benz en medio del desierto. O que siempre que crucemos un puente,
tengamos la ocurrencia de que si nos agarramos bien a la barandilla, podríamos
salir indemnes de la catástrofe.
Pero no. Imagínense verse ahí, delante de un montón de personas con cables, camiones y grúas al otro lado de los focos. Focos que te iluminan a ti, cuando el día de rodaje sale por una cifra que ronda el mareante presupuesto en publicidad de una compañía solvente. Y que, a lo lejos, por un megáfono, una voz enlatada pide silencio mientras otra más amable te dice, - adelante, hágalo; y que resulte convincente-. Al más común de los mortales le temblarían las rodillas. Y eso, con la mitad de edad y sin la vida resuelta. Probablemente no nos quedaría más remedio que echar a correr.
Pues ahora hazlo, corre. Sencillamente corre. Con cinco o seis foteros apuntándote mientras un dron, el cuñado y un avezado paparazzi afinan sus teleobjetivos. Y ahora hazlo, con esas zancadas alocadas de Buster Keaton, pero simulando que te tropiezas como antes. Y agarrándote el sombrero con aires entre asustado y agobiado porque estás protegiendo este cachivache bajo el brazo delante de una bola gigante. ¿Lo tienes? Pues hala!, tres, dos… ¡cámara, y acción!
Gracias Harrison. Por el ejemplo. Buena suerte.
RdLA